2. Una Comunicación No Violenta (CNV) para Resolver Conflictos

2. Una Comunicación No Violenta (CNV) para Resolver Conflictos

A pesar de los esfuerzos que podemos hacer por reducir las ocasiones de conflicto (Escucha, Empatía y Diálogo), es probable que éste no deje de existir, porque es señal de nuestras diferencias y porque forma parte de nuestro proceso de crecimiento. Lo importante, cuando surja, será saber transitar por él y salir de la contienda mejor de lo que entramos en ella.

Uno de los aspectos que más frecuentemente nos conducen al conflicto es la manera de comunicarnos. Y es que hemos aprendido a hacerlo con formas que, muchas veces, se reciben como una hostilidad, más que como una invitación a conectar. Algunos ejemplos serían los siguientes: cuando hablamos con circunloquios, con indirectas, con sarcasmo o con burlas; cuando hacemos juicios moralistas y comparaciones, evaluando a la otra persona desde el prisma de nuestro sistema personal de valores y colgándole etiquetas (por ejemplo, cuando mi pareja se preocupa más que yo por el orden de la casa, y yo la tacho de “maniática o compulsiva”; o cuando yo me preocupo más por los detalles, y entonces considero a mi pareja “desordenada y caótica”); cuando usamos palabras con las que tratamos de evadir nuestra responsabilidad (por ejemplo, cuando digo que actué de una forma determinada, “porque me lo ordenó mi superior”); o cuando expreso mis deseos en forma de exigencia, porque obliga a nuestros interlocutores a someterse a mis deseos o a rebelarse, pero no, a llegar a un entendimiento.

Sin embargo, a partir de este análisis de “situaciones que nos alienan de la compasión”, Marshall Rosenberg ideó un Modelo de Comunicación No Violenta (CNV) que puede ayudarnos a resolver conflictos cuando han surgido a todos los niveles (personal o laboral) y a desactivarlos desde la comprensión de las partes involucradas en él. A pesar de presentarse como un modelo de comunicación, su esencia no está tanto en las palabras o las técnicas verbales concretas que intercambiamos, sino en la “actitud consciente y receptiva que implica, que también puede expresarse por medio del silencio, de la simple presencia, de la expresión facial o del lenguaje corporal”. A un nivel más profundo, “constituye un ejercicio de mantener el foco en lo que buscamos [el consenso; la resolución de la disputa], pues permite reestructurar la forma de expresarnos y de escuchar a los demás, haciéndonos conscientes de lo que observamos, sentimos y necesitamos, así como de lo que les pedimos a los demás para hacer más rica nuestra vida y la suya” (Rosenberg, 2019).

Este modelo consta de los cuatro componentes o pasos que desgrano resumidamente a continuación:

Paso 1.- Separar la observación de la evaluación: se trataría de aprender a observar y escuchar, sin dejar que nuestro juicio interfiera, pues las etiquetas, incluso las positivas o aparentemente neutras, limitan la percepción que podemos tener de nuestros interlocutores. A la hora de hablar, ante la discrepancia, podríamos señalar los aspectos con los que no estamos de acuerdo, sin entrar en juicios que pueden recibirse como ataques por parte de la otra persona y que la impulsen a oponer resistencias. Así, por ejemplo, no es lo mismo decir “Juan dio un puñetazo en la mesa” (observación); que “Juan estaba enfadado” (evaluación). Si en vez de este ejemplo, nos ubicáramos en medio de una discusión de pareja, en la que uno de los miembros le dice al otro “cuando viste que llegué tarde, te enfadaste”, se estarían introduciendo elementos de evaluación que llevarían la discusión por unos derroteros muy distintos a si, por ejemplo, le dijera “cuando llegué, apenas me hablaste” (observación). Además, es importante recordar que la observación vive en el presente y se limita a cada contexto correspondiente (no es lo mismo decir, “María ha suspendido varios exámenes este curso”; que decir “María es mala estudiante”).

Paso 2.- Expresar cómo nos sentimos: para lo que será preciso identificar bien qué sentimos y diferenciarlo de lo que pensamos. De esta manera, también podríamos evitar caer en el juicio y expresar sin más nuestra emoción y nuestra vulnerabilidad (“esto me ha hecho sentir triste”) hecho que, contrariamente a lo que se nos ha enseñado, permite allanar vías de comunicación y generar vínculos más estrechos entre las personas. Así, por ejemplo, cuando digo “siento que estás siendo egoísta” ¿expreso un sentimiento o una opinión?; ¿y cuando digo “estoy enfadada”? Cuando digo “me siento ignorada” ¿es algo claramente negativo (ofensa)? ¿o podría ser positivo (alivio)? En ocasiones, no resulta tan clara esa identificación de sentimientos o esa diferenciación frente a las opiniones, y, sin embargo, que logremos hallarla nos ayudará a expresarnos centrándonos en nuestras emociones y evitando opiniones o juicios que podrían recibirse como ofensas.

Paso 3.- Reconocer el origen de nuestros sentimientos y aceptar nuestra responsabilidad sobre ellos: lo que los demás hacen o dicen son el estímulo o disparador de nuestros sentimientos, pero no, su causa. Personalmente, considero que este aspecto es de suma importancia para que se alcance una comunicación no violenta y, al mismo tiempo, uno de los aspectos más difíciles de dominar. Nuestros sentimientos responden a nuestras necesidades y expectativas, y a la forma en que elegimos tomarnos lo que dicen o hacen los demás. “Cuanto más logremos conectar nuestros sentimientos con nuestras necesidades [y no, con los actos o palabras de la otra persona], más fácil será para nuestros interlocutores respondernos de manera compasiva” (Rosenberg, 2019). Así, no será lo mismo si digo “me siento desconfiada cuando actúas de esa forma”; que si digo “eres un traidor”.

Una vez que hemos observado, sabemos cómo nos sentimos nosotros e identificamos la necesidad que nos surge, podemos pasar al cuarto componente:

4.- Expresar lo que nos gustaría pedir a los demás para enriquecer nuestra experiencia o resolver la disputa: para ello, podemos utilizar técnicas como el lenguaje positivo (no es lo mismo decir “no quiero que me ignores”; que decir “quiero que me prestes atención cuando te hablo”), pedir acciones concretas, evitando las peticiones ambiguas (no es lo mismo pedir que “te involucres más en el cuidado de nuestro padre”, que pedir “que te encargues de bañar a nuestro padre por las mañanas”), solicitar confirmación de nuestras palabras (cuando no estamos seguros de habernos expresado claramente, para comprobar que la otra persona ha entendido nuestra petición) o pedir sinceridad en el feedback (solicitarle a la otra persona que nos transmita honestamente cómo se ha sentido tras nuestra petición, para poder resolver posibles malentendidos u ofensas).

En suma, se trataría de entrar en el baile de la negociación, desde una escucha verdadera hasta una petición concreta, con la flexibilidad que nos otorga saber diferenciar entre lo objetivo y lo que proviene de nuestras emociones, nuestro mundo interior; se trataría de lanzarse al camino hacia ese terreno en el que las dos partes se terminan sintiendo cómodas y enriquecidas una vez superada la confrontación.

Como ocurría con la escucha, la empatía y el diálogo general, la comunicación no violenta es fruto de habilidades que, si nos interesan, tendríamos que entrenar con la constancia y la repetición necesarias para que se conviertan en herramientas a nuestra disposición en cada ocasión de conflicto.

Si te ha gustado este contenido y aceptas el reto de sumarte a la comunicación no violenta, suscribiéndote gratuitamente a mi newsletter, recibirás algunos ejercicios, que Marshall Rosenberg desarrolla ampliamente en su interesante libro La Comunicación No Violenta: Un Lenguaje para la Vida, que pueden servirnos para reflexionar acerca del estado de nuestras habilidades de comunicación, y que, quizás, nos den pistas sobre cómo hacerlas crecer.

Espero que este contenido te haya sido útil. Si quieres compartirlo, te agradeceré que lo hagas poniendo el enlace a mi web.

Bibliografía:
Rosenberg, M. B. (2019). Comunicación no violenta: un lenguaje de vida. PuddleDancer Press.

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