En esta época de velocidad y de saturación de estímulos, en la que innumerables alarmas compiten constantemente por captar nuestra atención, resulta cada vez más necesario el entrenamiento de nuestra capacidad para decidir dónde poner la mirada o, lo que es lo mismo, a qué dedicar nuestros recursos cognitivos. Y es que, tal y como ocurre con el haz de luz de una linterna, que ilumina una zona del espacio mientras deja otras a oscuras; nuestro foco atencional, que se desplaza constantemente, hará visibles unas zonas o aspectos de nuestra vida, facilitando el procesamiento de esa información, mientras que dejará el resto fuera de nuestra realidad.
La atención, por tanto, es el mecanismo de control que nos permite priorizar unas informaciones, actividades o tareas determinadas en detrimento de otras, que quedarán relegadas a un segundo plano.
Es pues una capacidad selectiva (no atendemos a todo) y, cuando de seleccionar se trata, la habilidad para inhibir estímulos que se consideren irrelevantes y mantener el foco en las que se juzguen importantes adquiere una especial relevancia. De hecho, si una persona tiene dificultades para inhibir información, puede dejarse arrastrar por distracciones y, por tanto, tener mayor dificultad para aprender nueva información o para comprender y recordar lo aprendido (si no prestamos la suficiente atención a un estímulo, no seremos capaces de procesarlo ni de retenerlo en la memoria).
Una de las características más importantes de la atención humana, por lo mucho que nos cuesta asimilarla, es que es limitada: el número de estímulos o de tareas al que podemos atender de manera simultánea es siempre finito. También se caracteriza por alternar entre un estímulo y otro; por variar en intensidad en función, por ejemplo, del grado de automatización de una tarea (algunas podrán requerir poca intensidad, como escribir en un teclado; y otras, en cambio, concentración, como al adquirir información novedosa); y porque puede ser involuntaria o deliberada: a veces se guía automáticamente por características determinadas de un estímulo; y, a veces, por factores personales. Entre estos factores, podríamos citar nuestras motivaciones e intereses (captará más nuestra atención aquello que concuerde con nuestros intereses); nuestros estados emocionales (en situaciones de estrés, solemos reducir nuestro foco atencional y centrarnos en estímulos que percibimos como amenazantes, dejando de ver otros que podrían ser importantes para nuestra adaptación a la situación); u otros factores, como el ruido, el cansancio, los cambios hormonales o el efecto de drogas y psicofármacos.
Sin embargo, la atención deliberada es necesaria para asuntos tan importantes, como la valoración de los aspectos positivos en una vivencia estresante (y no solo los negativos); la ejecución de tareas que requieran planificación, toma de decisiones o resolución de problemas; las acciones que impliquen evitar una tentación o modificar conductas habituales interiorizadas (por ejemplo, para darnos cuenta de que nuestra manera de relacionarnos con los demás nos ha llevado al aislamiento y, sin embargo, nuestro deseo es generar vínculos sociales).
Cuando el sistema atencional no funciona adecuadamente se pueden manifestar alteraciones, como la perseveración, o incapacidad para cambiar el foco actual por otro más apropiado o amplio, (ocurre con los episodios maníacos o por consumo de drogas, o en la hipocondría y en los procesos ansiosos con su visión de túnel); y como las conductas distraídas o desorganizadas (sucede en los trastornos por estrés postraumático, en los neurodegenerativos, en las depresiones severas o en el propio trastorno por déficit de atención e hiperactividad).
Una capacidad de atención “dominada”, por tanto, constituye la herramienta básica con la que resolver bloqueos o con la que ver el mundo desde el prisma que mejor nos convenga en cada momento. Y, para llegar a esa dominio, es preciso entrenarla. Una forma de hacerlo, y de aprender a controlar nuestro foco atencional, es la meditación, ya que requiere un esfuerzo por concentrarnos en la respiración o en otro estímulo seleccionado, en un ejercicio de paciencia infinita, en el que luchamos contra la tendencia natural de la mente a divagar. Su práctica regular aumenta la concentración (o capacidad para prestar atención a lo que decidimos libremente prestar atención), facilita la claridad de pensamiento y fomenta la estabilidad emocional.
Ya Pablo D’Ors señalaba, en su Biografía del Silencio, a Simone Weil cuando apuntaba que “no hay arma más poderosa que la atención”; y añadía de su propia cosecha que “la capacidad de observación o atención es la madre de todas las virtudes”.
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Bibliografía
D’Ors, P. (2012). Biografía del Silencio. Editorial Siruela.
Johnson, A., & Proctor, R. W. (2015). Atención: Teoría y práctica. Editorial Centro de Estudios Ramon Areces SA.