Nuestras emociones, que son parte de nuestra inteligencia, constituyen un sistema de alarmas y, por tanto, tienen funciones importantes que cumplir:
- Evalúan rápidamente las situaciones en las que estamos, avisándonos del peligro antes incluso de que hayamos tenido tiempo de pensar (si percibimos un bicho extraño, el miedo hará que reaccionemos rápidamente alejándonos de él, antes de razonar si es peligroso, en un intento de ponernos cautelarmente a salvo).
- Nos aportan información acerca del mundo que nos rodea, de nuestras interacciones y de nosotros mismos, incidiendo en aquello que sea importante para nuestro bienestar. Así, por ejemplo, el miedo nos avisa si estamos en peligro; la ira nos dice si algo o alguien está traspasando nuestros límites; y la tristeza nos señala que hemos perdido algo o alguien valioso o que no tenemos recursos suficientes para afrontar la situación en la que nos encontramos.
- Nos motivan y nos preparan para la acción: nos movilizan energéticamente para que respondamos con mucha rapidez a las situaciones, de manera que podamos reencauzarlas; es decir, las emociones señalan los problemas para que los resolvamos.
- Comunican nuestros estados internos y nuestros deseos a las demás personas.
Con esto, no parece que las emociones sean una herramienta despreciable, y más de uno/a se estará arrepintiendo, tras leer esto, de haber deseado, en alguna ocasión, no sentir. Y es que, por lo general, nos cuesta mucho aceptar las emociones. Sin profundizar demasiado, a priori, podríamos pensar en dos motivos: nuestra cultura, en la que abundan las recomendaciones de autocontrol o las evaluaciones negativas sobre la expresión de las emociones (“no llores”, “contrólate”, “sé fuerte”, etc.), y que aplaude los procesos racionales de control, en detrimento de las muestras emocionales; o el hecho de que, a pesar de que las emociones nos visitan para darnos mensajes, en muchas ocasiones, nos traen la información envuelta en malestar, y, puesto que las personas tendemos a evitar las cosas que nos hacen sentir mal, se entiende que nuestra primera tendencia natural sea huir del malestar que nos generan y evitar el contacto con ellas.
Sin embargo, para poder acceder al mensaje valioso que nos transmiten las emociones, en vez de tratar de controlarlas, cambiarlas o evitarlas (las emociones que sentimos y cómo las sentimos siempre son las correctas, aunque con frecuencia nos digamos “debería encontrarme bien”), se hace necesario:
- Sentirlas
- Transitar/trascender su malestar: las emociones son como las olas, que van aumentando en intensidad para luego descender, lo que nos indica que, por fuertes que se sientan, van a pasar.
- Analizarlas: entender qué mensaje traen.
- Identificar y poner nombre a los problemas que nos señalan: una vez tengan un nombre, nos será mucho más sencillo buscar las soluciones posibles y resolver el estado emocional.
Además, las emociones aportan otros beneficios: como siempre están desencadenadas por situaciones antecedentes (algo que acaba de ocurrir, o algo que ocurrió la semana pasada o sensaciones internas, como los pensamientos, recuerdos, el cansancio o el hambre), nos ayudan a encontrar patrones que nos permitirán disminuir la sensación de estar en una montaña rusa emocional impredecible y prepararnos con antelación cuando sabemos que vendrá una emoción; del mismo modo, generan consecuencias que nos sirven para aprender cómo responder en situaciones futuras.
A pesar de todo lo dicho, tal y como podría ocurrir con un caballo que nos regalen, que, si está domado, podría ser muy preciado y servirnos para mejorar nuestras capacidades (nos ayuda a llegar más lejos, más rápido, a transportar carga pesada), y que, si no lo está, podría suponernos un quebradero de cabeza (nos tira al suelo, nos da coces, nos relincha) haciendo que deseáramos devolverlo; así también las emociones, dependiendo de la manera en que respondamos a ellas, pueden ser una funcionalidad muy útil a nuestro servicio o bien constituir una fuente de sufrimiento, al perder su función inicial o, incluso, convertirse en reacciones emocionales crónicas y desadaptativas (es decir, convertirse ellas mismas en problemas).
Cuando esto ocurre, una manera de abordarlas es descomponerlas en sus partes: lo que pensamos (cognitivo), lo que sentimos físicamente (fisiológico) y lo que hacemos (conductual). No es una tarea evidente, por lo que resulta importante aprender a identificar esos tres componentes (que interactúan entre sí), para poder sentir la emoción, pensar sobre ella y decidir qué hacer (si avanzar hacia donde nos incita, cambiar de dirección o tratar de transformarla), sabiendo que es preciso diferenciar entre lo que ocurre de la piel hacia adentro, de lo que mostramos de la piel hacia afuera (nuestras emociones surgirán inevitablemente; pero podemos decidir qué hacer con ellas y cómo manifestarlas ante los demás). Se trata, por tanto, de integrar los impulsos de nuestro cerebro emocional con el asesoramiento de la razón para poder encontrar sentido a esos sentimientos de una manera novedosa, porque, lo que marque la diferencia será la forma en que le demos sentido a nuestra experiencia emocional.
Si quieres unirte al reto de la inteligencia emocional, te propongo comenzar, practicando la conciencia plena. Aunque las definiciones del mindfulness son múltiples, la mayoría coincide en destacar tres características básicas: es la observación de la realidad (poner el foco en las emociones tal y como suceden), en el momento presente y con aceptación (sin juicio y sin tratar de modificar). Esta forma de observación será el primer paso que nos permita recabar todos los datos necesarios para poder proceder a su análisis y transformarlos en conocimiento que nos facilite la gestión más adaptativa de cada emoción. Por lo tanto, es un entrenamiento que requerirá de práctica. Decía Pablo D’Ors, en su Biografía del Silencio, que “meditar es, fundamentalmente, sentarse en silencio, y sentarse en silencio es fundamentalmente observar los movimientos de la propia mente”; y que “nadie va a discutir que el dolor resulta desagradable, pero, aceptar lo desagradable y entregarse a ello sin resistencia es el modo para que resulte menos desagradable. Lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad”.
Si quieres profundizar en esta práctica, existen terapias basadas en mindfulness y otras que incluyen algunos componentes del mindfulness. La Terapia cognitiva basada en Mindfulness (MBCT) entrena a los pacientes para cambiar el modo de relacionarse con sus pensamientos (que se entienden como eventos mentales sometidos a múltiples condicionantes _ como el estado de ánimo _ y no, como reflejos de la realidad), para que tomen conciencia de sus pensamientos y emociones negativas y se facilite el proceso de afrontamiento.
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Bibliografía
Barlow, H. D. (2019). Protocolo unificado para el tratamiento transdiagnóstico de los trastornos emocionales. Manual del paciente: 2.ª edición. Alianza editorial
D’Ors, P. (2012). Biografía del Silencio. Editorial Siruela.
Greenberg, L. (2000). Emociones: una guía interna. Bilbao: Desclée De Brouwer.
Vásquez-Dextre, E. R. (2016). Mindfulness: Conceptos generales, psicoterapia y aplicaciones clínicas. Revista de Neuro-psiquiatría, 79(1), 42-51.